Relatos dominicales
Cuando Claudia le contó a Samuel lo que le había pasado a su hijo, apretó los puños con fuerza y lloró. No sabía qué hacer y buscó a Santiago, uno de sus amigos más cercanos. Todos los domingos se iban a desayunar después de misa a un restaurante allá por el cerro del Macuiltépet, que ese día ofrecía Buffet de mariscos. Pasaron varias semanas y un lunes, luego de que el último feligrés salió del templo, Samuel, Santiago y dos amigos más entraron a la iglesia y la cerraron por dentro.
El padre se sorprendió al ver a los cuatro hombres junto a él. Sabía que no se trataba de un robo, porque los conocía. Nervioso, intentó tomar su teléfono móvil, pero se lo arrebataron. Lo amarraron a una silla, le taparon la boca con su estola y le colocaron sus manos consagradas en una mesa. Samuel sacó un martillo de la mochila que cargaba y con una mirada profunda, de tristeza más que de odio, le dejó caer un golpe seco con todas las fuerzas de su alma.
Hoy, que recuerdo esto, me parece escuchar el crujir de las falanges, como si de un cacho de chicharrón se tratara. El cura lanzó un profundo grito de dolor, que se perdió entre la prenda sagrada. De sus ojos salieron lágrimas. Samuel no paró. Le dio una y otra vez hasta destrozar su mano derecha, dejando una masa sanguinolenta de carne y hueso en la credenza sagrada con olor a vino, hostias e incienso.
Entonces, de lo más profundo de sus entrañas, con un coraje que hacía arder su mirada, le dijo: te metiste con mi hijo y sabemos que te has metido con otros niños. No te van a hacer nada. Seguramente sólo te cambiarán de parroquia. No te queremos aquí. No vas a decir qué te pasó, pero si te quedas en este lugar y sigues con lo mismo, la próxima vez vamos a venir por tu cabeza, para aplastarla como lo que eres, una cucaracha. El cura se retorcía de dolor.
Toda la comunidad supo del acontecimiento. La versión, un robo. El santo cura había defendido, con su bendita mano derecha un cáliz, un copón y una custodia que los ladrones intentaron llevarse. No lo lograron. Nunca lo volvimos a ver en esa demarcación eclesial hasta que un día, uno de sus compañeros de estudios me contó una historia que me dejó con la piel chinita.
Además de los hechos descritos, el padre terminó confesando, ante un juzgado eclesiástico y otro civil, que le excitaba que niños y adolescentes —sobre todo varones— le contaran a modo de confesión, su vida sexual. ¿Un voyerista? Le interrumpí. Sí, algo así, me dijo ese ex compañero, aunque en sentido estricto el voyerista disfruta contemplando actitudes íntimas o eróticas de otros, pero este hombre le excitaba el hecho que le contaran.
¡Qué terrible!, le interrumpí. Una desgracia, sobre todo para quienes depositaban la confianza de sus niños y jóvenes en este hombre. Sí, me contestó. Y lo más grave, añadió, era que sus superiores lo sabían, lo supieron siempre y lo único que hacían era cambiarlo de parroquia. Además, remató, cuando se pasaba de la raya y la gente se enteraba, entraba en una profunda depresión que disfrazaba de ascesis, con ayunos y flagelos que incluso lo llevaban a la hospitalización.
¡Qué difícil!, le dije para cerrar la conversación. Son los renglones torcidos de Dios, expresó, haciéndome pensar en esa novela de Torcuato Luca de Tena, mientras terminábamos el café y nos despedíamos.