Relatos dominicales
Lorenzo Antonio —uno de mis mejores amigos de la juventud— me buscó afligido una tarde calurosa. Nos vimos en el caffè del Corso, en la Avenida Ávila Camacho de Xalapa, en donde, además del café americano de máquina, solía pedir siempre unas crepas de frutos rojos con cajeta o un hojaldre de manzana. Él sólo quería un vaso con agua. Sabía que le gustaba el capuchino preparado con licor de café, pero no pidió nada. No, no, me atajó vehemente. Sólo quiero hablar, necesito hablar, insistió.
Recibí una carta de Nicole —¿te acuerdas de ella? —, me dijo retóricamente, a sabiendas de que yo sabía perfectamente quién era. La habíamos conocido en Monkeys, un table dance famoso en su época, en el municipio de Banderilla, cuando en Xalapa el puritanismo impuso una ley para que los capitalinos se fueran a dormir a las 10 de la noche. Sí, sí, la recuerdo vagamente. Un día, -le recriminé-, me pediste que ya no te hablara de ella e intenté borrarla de mi memoria, le dije.
El buen Lencho sabía el porqué de mi comentario. Todos sus amigos sabíamos que se había enamorado de ella —no uso la palabra ‘enculado’ por respeto a mis lectores— pero así fue. Al principio íbamos cada ocho días, pero después quería que fuéramos cada tercer día. No le aguantábamos el ritmo. Total, para no hacerles el cuento largo, el hombre le ofreció sacarla de trabajar y cubrir sus gastos. “No te va a alcanzar”, le dijo ella. ¡Claro que sí!, le contestó.
Nuestro buen amigo era el jefe de la oficina donde trabajábamos. Su sueldo era el mejor. Aún no nos pegaba la crisis de la inflación y el dinero valía bien. Desde entonces Nicole se volvió su todo. Poco supimos de él y de su vida privada hasta ese día que llorando me leyó una carta que le dejó en el buró de su casa, junto a las ruinas de su existencia.
“Lorenzo. Me da mucha pena decirte, pero nunca te he amado. Al principio me gustabas. Me gustaba el trato que me dabas, lo que hacías por mí. Sin embargo, tengo que decirte con toda claridad que a mi lo que siempre me ha interesado es el dinero. ¿Tú crees que me metí a esto por gusto? No, me metí a esto para sacar dinero fácil, rápido. Tú representaste una oportunidad más, para no meterme con tanto hombre sucio, grosero, asqueroso, que va buscando caricias, consuelo y cariño”.
“¿Sabes? Lo único que me ha dejado esto es haber descubierto mi capacidad de mentir. Sí, en eso me he vuelto experta. Si alguna vez sentiste algo, lo siento; yo intenté siempre hacer mi trabajo rápido. Sí, me volví experta en excitarte, para que terminaras y te bajaras de mí, porque nunca te he soportado. Y menos ahora que estás arruinado”.
“¿Crees que alguna vez me vine? ¡Nunca! Tuve que aprender a fingir para sobrevivir. No se puede de otra manera. Lamento que te hayas enamorado o hayas apostado tu vida por mí. Me pagaste bien estos años, pero ya no puedo más. Tengo que seguir mi vida y mi vida no puede seguir siendo una mentira. Adiós. Atentamente Nicole”.
El buen Lencho estaba destrozado. Había apostado todo a una ficción y ahí estaba, pagando las consecuencias. Vamos, amigo, le dije, para animarlo, piensa en lo vivido, en las experiencias a su lado. Si fue una imaginería existencial, ya pasó, guárdala en el cajón de la memoria y ahí disfruta todo eso, pero sigue adelante. No sé si me entendió. Pidió otro vaso con agua, lo bebió apresuradamente y se fue.