Escribió Mario Benedetti que hay que salvar la alegría de la rutina, de la miseria, del destino y también de la misma alegría; y es que a veces hay que salvarnos de nosotres mismes.
La dinámica diaria termina siendo las más de las veces una pesada rutina donde no hacemos si no sobrevivir a nuestras obligaciones, a la crisis económica, a las desigualdades del sistema; como si esa misma dinámica nos encendiera un botón de “piloto automático” y de pronto un día parece igual al otro, y llegamos de una semana a otra sin saber cómo la terminamos sorteando.
Parecemos cada vez más interconectados a través de diversas plataformas digitales, percepción que se acentúo tras la vida virtual de la pandemia, pero en esta interconexión el clima predominante no es la unidad ni el acompañamiento, sino el utilitarismo del otre hasta la saciedad y la presión constante de demostrar que somos felices, en todo momento, y que toda la gama de nuestras emociones caben en el like al que nos dan acceso las redes sociales.
Carlos Marx describió en su obra El Capital que el sistema es experto en crear válvulas de escape para que la población desfogue sus frustraciones, rabia, tristeza, incertidumbre, todo aquello que lo agobia y que, si esas emociones se dejan crecer, puede hacer volar por los aires la pesada tapa de la olla exprés en la que vive y rebelarse contra las condiciones reales que lo tienen sumido en su miseria. Por ello el fundamental papel de esas válvulas.
Se crean enconos entre sectores de la sociedad, se dejan crecen problemas sociales, entre más violentos, mejor; entre más destructor, mejor. Si miramos con detenimiento nuestras válvulas de escape saltan a la vista: violencia familiar, feminicidios, alcoholismo, sectarismo por razones de homofobia o racismo, peleas campales en redes sociales, hipersexualización y mercantilización de nuestras relaciones interpersonales.
El mundo de lo digital pone ahora esa opción de descargarnos y enajenarnos a un toque de nuestros dedos sobre una luminosa pantalla que cargamos en todo momento con nosotres. Es lo primero que encendemos al despertar y la última luz que titila en nuestros ojos al dormir.
Pretender ser felices y esforzarnos por demostrarlo es también una válvula de escape; tomar la selfie perfecta con el comentario perfecto. Nadie se escapa. Todes alguna vez hemos caído en la tentación de subir ese contenido reluciente que nos hará recibir likes como quien se inyecta heroína para fugarse de su vacuidad.
¿Cuántas de nuestras acciones y decisiones diarias se toman de manera consciente?, ¿cuántas veces nos detenemos a pensar si cabemos en la lista de aspiraciones que nos han venido machacando desde pequeñes?, aspiraciones que van acorde con los patrones predominantes del sistema capitalista que solo busca perpetuarse, y que poco o nada tienen que ver con ese amasijo de sueños y anhelos internos que vamos postergando.
Tiene razón entonces Benedetti cuando nos advierte de salvar la alegría de nosotres mismes, salvarnos de la alegría superflua, de las metas impuestas, de los prejuicios heredados, de la intolerancia irracional, del creer que estamos por encima de lo que sucede, del miedo a ser distintos.
Habría que empezar a salvar la alegría simple, a salvar al amor honesto, a salvar a las amistades leales, a salvar a ese nosotros auténtico, solitario e incomprendido, que se ha visto obligado a adaptarse a un mundo caótico y cruel; hay que salvarnos para aspirar a otra forma de ser y relacionarse; hay que salvarnos para nosotres mismes. ¿Cómo?, ¿cuándo?... Habrá que ir intentado a prueba y error, ¿o usted que opina?
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