/ martes 12 de junio de 2018

Si no conoces bien tu pasado es imposible que proyectes un futuro decente: Jordi Soler

Para el autor, la memoria es el músculo de su narrativa

Nacido en 1963 en La Portuguesa (Veracruz, México), Jordi Soler parece ser perseguido por una colección de pasajes exóticos, aventureros y salidos de una especie de Macondo mexicano. Se descarta el realismo mágico pues las travesías que acompañan al autor son más auténticas que exageradas. Hijo de padres españoles exiliados en nuestro país durante la Guerra Civil, fue criado en la vasta aglomeración de palmeras y fauna que pintan de verde las fauces naturales veracruzanas.

En su nuevo libro, Usos Rudimentarios de la Selva (Alfaguara), describe una serie de relatos que narran los sucesos y experiencias de un personaje rodeado por recuerdos plagados de rumores y misterios; un circo extravagante, artistas extranjeros, un elefante olvidado, cientos de chinos perdidos, tribus antiguas afromexicanas, una niña llamada Rosarito con cualidades peculiares y los primeros encuentros con la sexualidad, el erotismo y el miedo.

Jordi Soler es autor de los poemarios El Corazón es un Pero que se Tira por la Ventana (1993), La Novia del Soldado Japonés (2001), y de libros como Ese Príncipe Que Fui (2015) y El Cuerpo Eléctrico (2017). Actualmente vive en España y es caballero de la irlandesa Orden del Finnegans.

A través de su casa editorial, Penguin Random House, pudimos conversar con él vía telefónica desde Tijuana hasta Barcelona. Un encuentro a distancia donde el autor compartió anécdotas y respondió atentamente esta entrevista.

—Tu obra es una serie de historias donde resalta el papel del líder protector y padre de familia. ¿Cómo defines la figura del patriarca en estos relatos?

—Bueno, estamos hablando de un patriarca arquetípico. En el contexto en que se desarrollan las historias que componen este libro, es más bien capitán de un barco que está todo el tiempo a punto de naufragar. La figura del patriarca en general es para mí la del padre. Soy hijo de mi padre, naturalmente, pero también ser padre me ha situado en esa línea patriarcal. En estas historias hay efectivamente una batalla del padre, del responsable de una tribu por proteger a los suyos. De hecho, el título del libro tiene que ver con eso. En una de las historias hay una escena muy violenta en la casa del narrador cuando es niño; entra un forajido, abusa de su madre, encañona a su padre y su padre al día siguiente resuelve el asunto con el líder militar de esa zona en Veracruz. Descubren al forajido, se lo llevan por ahí y el padre, que es el patriarca, resuelve como puede la situación. Años después el narrador le pregunta a su padre cómo resolvió aquella vez el tema del fugitivo, y el padre le responde que es mejor que no sepa cómo solucionó el problema. El patriarca tuvo que echar mano de los usos rudimentarios de la selva. Esta era una familia que venía de Europa, se instaló en México en una zona indígena de Veracruz y tenía que defenderse todo el tiempo de los elementos y no solamente de las fieras que salían de la selva, sino de la hostilidad de la gente que rodeaba la plantación del café que había fundado. Estamos otra vez en el arquetipo de la batalla entre las etnias. Los españoles contra los otomíes. Toda esta guerra contra los elementos adversos está sostenida durante las historias por el patriarca.

—Estos relatos bien pudieran formar una novela.

—Sí. De hecho hoy salió una crítica en el suplemento El Cultural, que es muy prestigioso aquí en España, del crítico Nadal Suau. Él habla de una novela tal cual. Ni siquiera advierte a sus lectores que se van a encontrar con 12 cuadros que al final constituyen una novela. Él habla de una novela, o sea que creo que es correcto definirla así. Hoy que leí la crítica ya me siento autorizado para decirlo. Los escritores somos bastante miopes al tratar de describir nuestras propias obras porque estamos demasiado cerca, porque conocemos todo el proceso y sabemos demasiado de la misma. No podemos ser nunca objetivos.

Foto: Cortesía

La voz que da vida a estos relatos narra temas muy diversos como el amor, el erotismo, el trabajo, la inocencia, el racismo y la otredad. ¿Cómo logras mezclar y enlazar tan bellamente estas ideas?

—Tengo que explicarte que lo que he hecho es echar mano de mi memoria. A lo largo de todas mis novelas siempre he considerado que la memoria es el músculo de mi narrativa. Continuamente todos mis libros están llenos de cosas que me han pasado, como me han pasado o como lo recuerdo. Yo viví en esa selva. Ahí nací. Se tratan de historias con un alto componente autobiográfico. Consecuentemente se trata de la huella que dejó en mi memoria esa parte de mi vida hace cuatro décadas. Aun cuando se trata de un ejercicio de memoria, también es verdad que no es una fotografía del hecho, sino de un hecho destilado durante mucho tiempo en la cabeza. Hay elementos biográficos pero también una buena dosis de literatura de lo que ha quedado después de 40 años de recordar todas estas cosas. He regresado a este platón en donde crecí. Estos elementos que están muy bien hilados en la realidad. Este territorio que describe el libro es una zona salvaje veracruzana en donde está todo terriblemente vivo, por lo tanto está todo a punto de morir todo el tiempo. Todo nace, crece y muere muy rápidamente. Así es el trópico. El clima marca la violencia de la narración, una violencia calcada de la violencia real que sucede en este territorio, representada en el libro en la forma en que se acaba la vida de las personas. En la plantación de café, en La Portuguesa, cuando desaparece alguien nadie se pregunta qué le pasó. Todos dan por hecho que lo han matado, que lo han tirado al río, en fin. En esta misma vida veloz hacia la putrefacción, el sexo es un elemento más de esta velocidad. Todos los niños empiezan a tener relaciones sexuales en cuanto pueden tenerlo; las niñas se embarazan en cuanto puedan embarazarse porque todo el tiempo ven a toda la gente que tienen alrededor teniendo sexo, a los animales copulando y ven cómo se reproduce esa flora exuberante. Estos elementos aparentemente contrarios forman parte del mismo sistema, que es el sistema de la descomposición permanente de la vida. Ahí cabe todo. Ahí caben los límites de la vitalidad y la muerte con una violencia que no se conocen en otras latitudes. No es casualidad que en los últimos años el narcotráfico se haya adueñado de esta zona del país. Que Los Zetas hayan recalado ahí. Son parte del mismo paisaje y del mismo sistema.

En la referencia en como describes la putrefacción de alimentos, ¿existe una analogía simbólica de la decadencia en los valores humanos?

—Sí, pero es la puesta en escena de otra escala de valores. No estoy seguro de que haya una descomposición de valores, porque ahí todo ha sido siempre así. Estas historias suceden a finales del Siglo XX y en el Siglo XXI y podrían estar escritas en el siglo XVII porque es un territorio donde el tiempo ha dejado de correr. Después de la conquista vino esa gran eclosión entre el pueblo mexicano y el español. Una vez que vino el mestizaje el tiempo se detuvo. Desde entonces los valores son los mismos. Hay una ligereza en el protocolo sexual. Hay una urgencia por satisfacer todos los apetitos. Como te digo, no estoy seguro de que esto sea producto de la decadencia de ningún valor. Simplemente aquí hay otros valores y una de las preocupaciones que más me torturaron en el proceso de este libro fue escribir la escala de valores distinta de la escala de valores occidental, sin ningún tipo de juicio moral. Todo esto está contado desde la más esforzada objetividad.

¿Existe en esta narrativa selvática una exageración narrativa o más bien un realismo mágico?

—Bueno, yo me defiendo del término de realismo mágico porque me queda grande. Es casi un cliché y tiene un dueño específico que es Gabriel García Márquez. Aquí hay mucho más realismo que magia. Cuando se habla de un elefante es porque de verdad en casa había uno que se había quedado ahí olvidado por uno de los circos ruinosos que pasaban por el pueblo cíclicamente. Lo de Rosarito es tal como lo recuerdo. Hay muy poca hipérbole y nada de realismo mágico. La memoria no es 100% fiel pero no creo haber exagerado demasiado.

¿El mundo es como una gran selva?

—Yo creo que sí, aunque con algunas desventajas. En la selva el código es muy claro, como se establecen en cada una de estas historias. Por ejemplo, la relación con la naturaleza es clarísima. Cuando aparecía una fiera que salía de la selva había que matarla. No había ninguna conciencia ecológica o la que había era el grado cero de la ecología; “te mato para poder subsistir.” Esa era la conciencia ecológica que había. Una psicóloga amante de los animales que no hubiera practicado los usos rudimentarios de la selva en La Portuguesa, hubiera sido aniquilada inmediatamente por un tigrillo, un jabalí o una víbora. Estos códigos que parecen desde nuestro civilizado occidente una salvajada, al final son muy claros. Yo encuentro que hay una selva mucho más peligrosa en la violencia que existen en ciertas ciudades mexicanas, como Ciudad de México, sin ir muy lejos. Es una violencia que no tiene códigos. Con los usos rudimentarios de la selva había un código y si lo respetabas salías airoso. El código que establece la mafia organizada en Ciudad de México no tiene más código que el del secuestro o el tiro en la cabeza. No puedes defenderte de eso . Así que, de selva a selva, prefiero la de mi infancia. Me parece mucho más controlable y mucho más benigna.

Pareciera que en el criterio humano abunda una fuerza sorda que absorbe la luz de nuestros pensamientos. ¿Suscribes?

—Me entusiasma que rescates esa línea. Ese iba a ser el título del libro; “Una Fuerza Sorda que Absorbe Toda la luz”. Luego me hicieron ver que Usos Rudimentarios de la Selva engloba mucho mejor la historia. Y tenían razón. En fin. Como bien lo has descubierto es precisamente uno de los vectores del libro. Hay ahí una fuerza que es de la naturaleza. En ella incluyo la violencia, los pleitos en las cantinas, las peleas a machetazos, el sexo, la vida exuberante que crece y que se pudre en muy poco tiempo. Todo esto es la fuerza sorda que influye a todos y cada uno de los personajes que participan en este libro. Es precisamente como tú lo has detectado. Tal cual.

¿Hemos logrado aprender de nuestra historia?

Foto: Cortesía

—Quién soy yo para decirlo en primer lugar, pero si he de dar mi opinión diría que hemos aprendido muy poquito. Aunque llevo más de 15 años viviendo en Europa no dejo de estar en contacto con México; escribo una columna semanal en un diario, participo en un noticiario de televisión. Todos los días leo la prensa mexicana y hablo con la mitad de mi familia y mis colegas que sigue viviendo en México. Estoy tan al día como tú que vives allá. Tengo la impresión de que no aprendemos absolutamente nada de la historia. Parece que vivimos todo el tiempo en un bucle. Escribí el otro día en uno de mis artículos sobre lo que pasaba en México en los años 30 hasta principios de los años 40. Ese México posrevolucionario donde había un espíritu muy interesante por explicarse lo qué era el país después de la revolución, un interés por rescatar nuestro pasado prehispánico y por abrirse por primera vez al mundo. En esa época México era uno de los hotspots de occidente. Allá recalaron Trotsky, André Breton, Marcel Duchamp, Vladímir Mayakovski, Diego Rivera, Frida Kahlo, el Indio Fernández, José Vasconcelos, Octavio Paz, los estridentistas y los republicanos españoles. Recaló una serie de movimientos culturales que si yo hubiera sido habitante de 1930 en México no me hubiera explicado cómo salió lo que salió de ese país que apuntaba para ser una de las cumbres de Occidente. Lo digo con todo convencimiento. Si estudias esa década te vas a dar cuenta de que la peor combinación de todos esos factores que podría salir es la que tenemos ahora. ¿Qué hicimos? Hemos tomado el peor de los derroteros.

Además, hay otros olvidos. Durante mucho tiempo hemos mal llamado afroamericanos a quienes son afromexicanos; como los Yanga que después de la abolición se quedaron en Veracruz.

—Sí, efectivamente. Esa zona no existe en la historia de México. El siglo XVII también está bastante olvidado. Todo está lleno de grandes paréntesis que nos impiden hacer una lectura más o menos generosa y abundante de nuestro pasado. Si no conoces bien tu pasado es imposible que proyectes un futuro decente. Ese es uno de los grandes problemas de México. La historia llega hasta el año pasado. Todo parece que se está inventado ahora. Oyes los discursos de los candidatos que están batallando por la presidencia de México y son discursos que ya hemos oído hasta la saciedad. Todo es lo mismo. Al final ya sabemos lo que va a salir de ahí. Es un poco desesperanzador.

¿Cómo se perciben en España a los actuales escritores mexicanos?

—De manera muy modesta te digo que desde que vivo en España he aprendido que hay escritores mexicanos famosos aquí pero solo en México. Es decir, no famosos en España, pero en México se dice que son famosos aquí porque publican en Anagrama o en editoriales españolas. Luego resulta que en España tiene muy pocos lectores. En España en general se lee literatura española o traducciones de otras lenguas. Hay muy poca afición por los escritores latinoamericanos en general. Creo que para hacerte de un nombre en España la única forma es viviendo aquí. Están los ejemplos de Patricio Pron, Juan Gabriel Vásquez, Santiago Roncagliolo y Rodrigo Fresán. Un grupo en el que me incluyo, pero porque vivimos, participamos en los medios de comunicación y escribimos en diarios de aquí. Si eres escritor latinoamericano que vive en su país de origen, aun cuando publiques en editoriales españolas, es muy difícil tener lectores aquí. Supongo que pasa en todos los países. En México también veo como circulan libros de colegas míos españoles que nadie les hace ni caso y que merecerían muchos más lectores de los que tienen, igual que mis colegas mexicanos merecen muchos más lectores en España.

¿Cómo son tus momentos de lectura?

—Leo siempre en el mismo sillón que está junto al patio. Leo siempre como escribo; sin zapatos, descalzo. No sé por qué. Quizá porque soy un niño de pueblo. Leo de manera desordenada 2 o 3 libros al mismo tiempo, siempre hay uno que tiene que ver con lo que estoy trabajando. Ahora mismo trabajo en un libro de ensayos sobre el bosque y sus metáforas. Soy un lector desordenado y la lectura me lleva más o menos la mitad de mis días. No bebo nunca alcohol cuando leo porque me gusta tener la cabeza en su sitio. Después cuando interpreto lo que he leído o tomo notas, me bebo una cerveza o una copa de vino pues me sirve para desconectarme de lo que acabo de leer. Tengo pilas de libros por toda la casa. Sostengo una batalla permanente con mi familia por eso. Ese es mi método de lectura.

¿Cuál es libro que más has regalado?

—Depende de las temporadas. Uno de los últimos que regalé mucho es de un filósofo italiano que se llama Guido Ceronetti y que tiene un libro que se llama El Silencio del Cuerpo (2006) que publicó Editorial Acantilado. Es una reflexión sobre el cuerpo en general y todo lleno de vísceras, de sangre y de metáforas. Me parece fascinante e iluminador. Y últimamente he regalado Los Ejércitos (Editorial Planeta, 2007), de Evelio Rosero, un escritor colombiano a quien no conocía y quien ganó el Premio Tusquets. No es ningún desconocido, simplemente yo no lo conocía. Su novela pasa en el mundo rural colombiano. No en una selva como la mía, pero con el tipo de violencia, quizá por eso me enganchó tanto.

¿Orgullosamente mexicano?

—Completamente. Nací y viví hasta los 37 años en México. Ahora mis hijos son de Barcelona y también he descubierto que uno es un poco de donde son sus hijos. Pero si me preguntas de dónde soy, te digo <<de México, de Veracruz>>.

Foto: Cortesía

Nacido en 1963 en La Portuguesa (Veracruz, México), Jordi Soler parece ser perseguido por una colección de pasajes exóticos, aventureros y salidos de una especie de Macondo mexicano. Se descarta el realismo mágico pues las travesías que acompañan al autor son más auténticas que exageradas. Hijo de padres españoles exiliados en nuestro país durante la Guerra Civil, fue criado en la vasta aglomeración de palmeras y fauna que pintan de verde las fauces naturales veracruzanas.

En su nuevo libro, Usos Rudimentarios de la Selva (Alfaguara), describe una serie de relatos que narran los sucesos y experiencias de un personaje rodeado por recuerdos plagados de rumores y misterios; un circo extravagante, artistas extranjeros, un elefante olvidado, cientos de chinos perdidos, tribus antiguas afromexicanas, una niña llamada Rosarito con cualidades peculiares y los primeros encuentros con la sexualidad, el erotismo y el miedo.

Jordi Soler es autor de los poemarios El Corazón es un Pero que se Tira por la Ventana (1993), La Novia del Soldado Japonés (2001), y de libros como Ese Príncipe Que Fui (2015) y El Cuerpo Eléctrico (2017). Actualmente vive en España y es caballero de la irlandesa Orden del Finnegans.

A través de su casa editorial, Penguin Random House, pudimos conversar con él vía telefónica desde Tijuana hasta Barcelona. Un encuentro a distancia donde el autor compartió anécdotas y respondió atentamente esta entrevista.

—Tu obra es una serie de historias donde resalta el papel del líder protector y padre de familia. ¿Cómo defines la figura del patriarca en estos relatos?

—Bueno, estamos hablando de un patriarca arquetípico. En el contexto en que se desarrollan las historias que componen este libro, es más bien capitán de un barco que está todo el tiempo a punto de naufragar. La figura del patriarca en general es para mí la del padre. Soy hijo de mi padre, naturalmente, pero también ser padre me ha situado en esa línea patriarcal. En estas historias hay efectivamente una batalla del padre, del responsable de una tribu por proteger a los suyos. De hecho, el título del libro tiene que ver con eso. En una de las historias hay una escena muy violenta en la casa del narrador cuando es niño; entra un forajido, abusa de su madre, encañona a su padre y su padre al día siguiente resuelve el asunto con el líder militar de esa zona en Veracruz. Descubren al forajido, se lo llevan por ahí y el padre, que es el patriarca, resuelve como puede la situación. Años después el narrador le pregunta a su padre cómo resolvió aquella vez el tema del fugitivo, y el padre le responde que es mejor que no sepa cómo solucionó el problema. El patriarca tuvo que echar mano de los usos rudimentarios de la selva. Esta era una familia que venía de Europa, se instaló en México en una zona indígena de Veracruz y tenía que defenderse todo el tiempo de los elementos y no solamente de las fieras que salían de la selva, sino de la hostilidad de la gente que rodeaba la plantación del café que había fundado. Estamos otra vez en el arquetipo de la batalla entre las etnias. Los españoles contra los otomíes. Toda esta guerra contra los elementos adversos está sostenida durante las historias por el patriarca.

—Estos relatos bien pudieran formar una novela.

—Sí. De hecho hoy salió una crítica en el suplemento El Cultural, que es muy prestigioso aquí en España, del crítico Nadal Suau. Él habla de una novela tal cual. Ni siquiera advierte a sus lectores que se van a encontrar con 12 cuadros que al final constituyen una novela. Él habla de una novela, o sea que creo que es correcto definirla así. Hoy que leí la crítica ya me siento autorizado para decirlo. Los escritores somos bastante miopes al tratar de describir nuestras propias obras porque estamos demasiado cerca, porque conocemos todo el proceso y sabemos demasiado de la misma. No podemos ser nunca objetivos.

Foto: Cortesía

La voz que da vida a estos relatos narra temas muy diversos como el amor, el erotismo, el trabajo, la inocencia, el racismo y la otredad. ¿Cómo logras mezclar y enlazar tan bellamente estas ideas?

—Tengo que explicarte que lo que he hecho es echar mano de mi memoria. A lo largo de todas mis novelas siempre he considerado que la memoria es el músculo de mi narrativa. Continuamente todos mis libros están llenos de cosas que me han pasado, como me han pasado o como lo recuerdo. Yo viví en esa selva. Ahí nací. Se tratan de historias con un alto componente autobiográfico. Consecuentemente se trata de la huella que dejó en mi memoria esa parte de mi vida hace cuatro décadas. Aun cuando se trata de un ejercicio de memoria, también es verdad que no es una fotografía del hecho, sino de un hecho destilado durante mucho tiempo en la cabeza. Hay elementos biográficos pero también una buena dosis de literatura de lo que ha quedado después de 40 años de recordar todas estas cosas. He regresado a este platón en donde crecí. Estos elementos que están muy bien hilados en la realidad. Este territorio que describe el libro es una zona salvaje veracruzana en donde está todo terriblemente vivo, por lo tanto está todo a punto de morir todo el tiempo. Todo nace, crece y muere muy rápidamente. Así es el trópico. El clima marca la violencia de la narración, una violencia calcada de la violencia real que sucede en este territorio, representada en el libro en la forma en que se acaba la vida de las personas. En la plantación de café, en La Portuguesa, cuando desaparece alguien nadie se pregunta qué le pasó. Todos dan por hecho que lo han matado, que lo han tirado al río, en fin. En esta misma vida veloz hacia la putrefacción, el sexo es un elemento más de esta velocidad. Todos los niños empiezan a tener relaciones sexuales en cuanto pueden tenerlo; las niñas se embarazan en cuanto puedan embarazarse porque todo el tiempo ven a toda la gente que tienen alrededor teniendo sexo, a los animales copulando y ven cómo se reproduce esa flora exuberante. Estos elementos aparentemente contrarios forman parte del mismo sistema, que es el sistema de la descomposición permanente de la vida. Ahí cabe todo. Ahí caben los límites de la vitalidad y la muerte con una violencia que no se conocen en otras latitudes. No es casualidad que en los últimos años el narcotráfico se haya adueñado de esta zona del país. Que Los Zetas hayan recalado ahí. Son parte del mismo paisaje y del mismo sistema.

En la referencia en como describes la putrefacción de alimentos, ¿existe una analogía simbólica de la decadencia en los valores humanos?

—Sí, pero es la puesta en escena de otra escala de valores. No estoy seguro de que haya una descomposición de valores, porque ahí todo ha sido siempre así. Estas historias suceden a finales del Siglo XX y en el Siglo XXI y podrían estar escritas en el siglo XVII porque es un territorio donde el tiempo ha dejado de correr. Después de la conquista vino esa gran eclosión entre el pueblo mexicano y el español. Una vez que vino el mestizaje el tiempo se detuvo. Desde entonces los valores son los mismos. Hay una ligereza en el protocolo sexual. Hay una urgencia por satisfacer todos los apetitos. Como te digo, no estoy seguro de que esto sea producto de la decadencia de ningún valor. Simplemente aquí hay otros valores y una de las preocupaciones que más me torturaron en el proceso de este libro fue escribir la escala de valores distinta de la escala de valores occidental, sin ningún tipo de juicio moral. Todo esto está contado desde la más esforzada objetividad.

¿Existe en esta narrativa selvática una exageración narrativa o más bien un realismo mágico?

—Bueno, yo me defiendo del término de realismo mágico porque me queda grande. Es casi un cliché y tiene un dueño específico que es Gabriel García Márquez. Aquí hay mucho más realismo que magia. Cuando se habla de un elefante es porque de verdad en casa había uno que se había quedado ahí olvidado por uno de los circos ruinosos que pasaban por el pueblo cíclicamente. Lo de Rosarito es tal como lo recuerdo. Hay muy poca hipérbole y nada de realismo mágico. La memoria no es 100% fiel pero no creo haber exagerado demasiado.

¿El mundo es como una gran selva?

—Yo creo que sí, aunque con algunas desventajas. En la selva el código es muy claro, como se establecen en cada una de estas historias. Por ejemplo, la relación con la naturaleza es clarísima. Cuando aparecía una fiera que salía de la selva había que matarla. No había ninguna conciencia ecológica o la que había era el grado cero de la ecología; “te mato para poder subsistir.” Esa era la conciencia ecológica que había. Una psicóloga amante de los animales que no hubiera practicado los usos rudimentarios de la selva en La Portuguesa, hubiera sido aniquilada inmediatamente por un tigrillo, un jabalí o una víbora. Estos códigos que parecen desde nuestro civilizado occidente una salvajada, al final son muy claros. Yo encuentro que hay una selva mucho más peligrosa en la violencia que existen en ciertas ciudades mexicanas, como Ciudad de México, sin ir muy lejos. Es una violencia que no tiene códigos. Con los usos rudimentarios de la selva había un código y si lo respetabas salías airoso. El código que establece la mafia organizada en Ciudad de México no tiene más código que el del secuestro o el tiro en la cabeza. No puedes defenderte de eso . Así que, de selva a selva, prefiero la de mi infancia. Me parece mucho más controlable y mucho más benigna.

Pareciera que en el criterio humano abunda una fuerza sorda que absorbe la luz de nuestros pensamientos. ¿Suscribes?

—Me entusiasma que rescates esa línea. Ese iba a ser el título del libro; “Una Fuerza Sorda que Absorbe Toda la luz”. Luego me hicieron ver que Usos Rudimentarios de la Selva engloba mucho mejor la historia. Y tenían razón. En fin. Como bien lo has descubierto es precisamente uno de los vectores del libro. Hay ahí una fuerza que es de la naturaleza. En ella incluyo la violencia, los pleitos en las cantinas, las peleas a machetazos, el sexo, la vida exuberante que crece y que se pudre en muy poco tiempo. Todo esto es la fuerza sorda que influye a todos y cada uno de los personajes que participan en este libro. Es precisamente como tú lo has detectado. Tal cual.

¿Hemos logrado aprender de nuestra historia?

Foto: Cortesía

—Quién soy yo para decirlo en primer lugar, pero si he de dar mi opinión diría que hemos aprendido muy poquito. Aunque llevo más de 15 años viviendo en Europa no dejo de estar en contacto con México; escribo una columna semanal en un diario, participo en un noticiario de televisión. Todos los días leo la prensa mexicana y hablo con la mitad de mi familia y mis colegas que sigue viviendo en México. Estoy tan al día como tú que vives allá. Tengo la impresión de que no aprendemos absolutamente nada de la historia. Parece que vivimos todo el tiempo en un bucle. Escribí el otro día en uno de mis artículos sobre lo que pasaba en México en los años 30 hasta principios de los años 40. Ese México posrevolucionario donde había un espíritu muy interesante por explicarse lo qué era el país después de la revolución, un interés por rescatar nuestro pasado prehispánico y por abrirse por primera vez al mundo. En esa época México era uno de los hotspots de occidente. Allá recalaron Trotsky, André Breton, Marcel Duchamp, Vladímir Mayakovski, Diego Rivera, Frida Kahlo, el Indio Fernández, José Vasconcelos, Octavio Paz, los estridentistas y los republicanos españoles. Recaló una serie de movimientos culturales que si yo hubiera sido habitante de 1930 en México no me hubiera explicado cómo salió lo que salió de ese país que apuntaba para ser una de las cumbres de Occidente. Lo digo con todo convencimiento. Si estudias esa década te vas a dar cuenta de que la peor combinación de todos esos factores que podría salir es la que tenemos ahora. ¿Qué hicimos? Hemos tomado el peor de los derroteros.

Además, hay otros olvidos. Durante mucho tiempo hemos mal llamado afroamericanos a quienes son afromexicanos; como los Yanga que después de la abolición se quedaron en Veracruz.

—Sí, efectivamente. Esa zona no existe en la historia de México. El siglo XVII también está bastante olvidado. Todo está lleno de grandes paréntesis que nos impiden hacer una lectura más o menos generosa y abundante de nuestro pasado. Si no conoces bien tu pasado es imposible que proyectes un futuro decente. Ese es uno de los grandes problemas de México. La historia llega hasta el año pasado. Todo parece que se está inventado ahora. Oyes los discursos de los candidatos que están batallando por la presidencia de México y son discursos que ya hemos oído hasta la saciedad. Todo es lo mismo. Al final ya sabemos lo que va a salir de ahí. Es un poco desesperanzador.

¿Cómo se perciben en España a los actuales escritores mexicanos?

—De manera muy modesta te digo que desde que vivo en España he aprendido que hay escritores mexicanos famosos aquí pero solo en México. Es decir, no famosos en España, pero en México se dice que son famosos aquí porque publican en Anagrama o en editoriales españolas. Luego resulta que en España tiene muy pocos lectores. En España en general se lee literatura española o traducciones de otras lenguas. Hay muy poca afición por los escritores latinoamericanos en general. Creo que para hacerte de un nombre en España la única forma es viviendo aquí. Están los ejemplos de Patricio Pron, Juan Gabriel Vásquez, Santiago Roncagliolo y Rodrigo Fresán. Un grupo en el que me incluyo, pero porque vivimos, participamos en los medios de comunicación y escribimos en diarios de aquí. Si eres escritor latinoamericano que vive en su país de origen, aun cuando publiques en editoriales españolas, es muy difícil tener lectores aquí. Supongo que pasa en todos los países. En México también veo como circulan libros de colegas míos españoles que nadie les hace ni caso y que merecerían muchos más lectores de los que tienen, igual que mis colegas mexicanos merecen muchos más lectores en España.

¿Cómo son tus momentos de lectura?

—Leo siempre en el mismo sillón que está junto al patio. Leo siempre como escribo; sin zapatos, descalzo. No sé por qué. Quizá porque soy un niño de pueblo. Leo de manera desordenada 2 o 3 libros al mismo tiempo, siempre hay uno que tiene que ver con lo que estoy trabajando. Ahora mismo trabajo en un libro de ensayos sobre el bosque y sus metáforas. Soy un lector desordenado y la lectura me lleva más o menos la mitad de mis días. No bebo nunca alcohol cuando leo porque me gusta tener la cabeza en su sitio. Después cuando interpreto lo que he leído o tomo notas, me bebo una cerveza o una copa de vino pues me sirve para desconectarme de lo que acabo de leer. Tengo pilas de libros por toda la casa. Sostengo una batalla permanente con mi familia por eso. Ese es mi método de lectura.

¿Cuál es libro que más has regalado?

—Depende de las temporadas. Uno de los últimos que regalé mucho es de un filósofo italiano que se llama Guido Ceronetti y que tiene un libro que se llama El Silencio del Cuerpo (2006) que publicó Editorial Acantilado. Es una reflexión sobre el cuerpo en general y todo lleno de vísceras, de sangre y de metáforas. Me parece fascinante e iluminador. Y últimamente he regalado Los Ejércitos (Editorial Planeta, 2007), de Evelio Rosero, un escritor colombiano a quien no conocía y quien ganó el Premio Tusquets. No es ningún desconocido, simplemente yo no lo conocía. Su novela pasa en el mundo rural colombiano. No en una selva como la mía, pero con el tipo de violencia, quizá por eso me enganchó tanto.

¿Orgullosamente mexicano?

—Completamente. Nací y viví hasta los 37 años en México. Ahora mis hijos son de Barcelona y también he descubierto que uno es un poco de donde son sus hijos. Pero si me preguntas de dónde soy, te digo <<de México, de Veracruz>>.

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