/ domingo 18 de octubre de 2020

Relato: Novios acordaron suicidarse...él se arrepintió a lo último

En esta ocasión Miguel Valera nos cuenta la historia de una pareja de enamorados y su pacto de muerte en el corazón de la Atenas Veracruzana

No sé que me pasó. En el filo del precipicio la solté.

Estábamos atados por la carne y la sangre, por los hilos invisibles del amor, por las ansias de nuestros cuerpos, por nuestros deseos. Teníamos la seguridad absoluta de que nada nos podría desatar y así desafiamos a la muerte.

Pero en el umbral, en el filito del puente de Xallitic tuve miedo y abrí mi mano. Y ahí, en ese reflejo de falanges la dejé caer sola. Aún puedo ver su mirada, sus ojos brillantes sorprendidos, un “por qué” que me persigue despierto o dormido, en cada sístole y diástole de mi existencia.

Como un cobarde, cerré los ojos, pero aún taladran mis oídos el golpe seco de su cuerpo, que se estampó contra esas baldosas viejas en donde tantos hombres y mujeres han dado fin a la angustia de sus vidas. ¿Qué me pasó? ¿Por qué no tuve el valor que ella tuvo? ¿Por qué me detuve, si le había jurado que lo haríamos juntos?

II

Sabíamos que nuestro amor era imposible y que no teníamos otra salida. Nos encontramos muy temprano bajo la sombra del árbol del bosque de Sherwood en la calle Revolución, un fresno que fue traído a Xalapa hace 140 años. Desayunamos en el mercado Jáuregui y a media mañana nos encerramos en el Hotel Posada del Virrey, en el número 142 de la calle de Lucio, en donde no pudimos evitar la mirada pícara de una recepcionista chichona que nos lanzó miradas perspicaces.

Hicimos el amor como si fuera la última vez de nuestras vidas. Mientras le besaba su cuerpo con gran ímpetu, recordé La guerra no tiene rostro de mujer con las crudas historias que mujeres rusas le contaron a Svetlana Aleksiévich. Particularmente vino a mi mente una en donde unas chicas hicieron el amor con todo el pelotón, porque sabían que al otro día se enfrentarían con los alemanes y quizá no quedaría uno con vida. Así fue.

¿Qué es el amor?, pensé. Es un homenaje a la vida, es un grito desesperado de existencia, de estar fuera, disfrutando la fiesta de la vida. Mientras hundía mi carne en la suya, una y otra vez, pensando en el último minuto de nuestras vidas, pensaba en ese regalo divino, una muestra de la inmortalidad, de la felicidad sin día ni noche.

III

Ahí, sin la penca de un maguey, sin mezcal, sin música de José Alfredo Jiménez o de Chavela Vargas, nos juramos amor eterno, sí, así, para siempre, para eternizar ese placer que destilábamos de la unión de nuestros cuerpos y que no queríamos que se acabara nunca.

Después de firmar nuestro pacto eterno, con la muerte, caminamos los 220 metros del Hotel Posada del Virrey, ante la mirada cargada de envidia de la recepcionista chichona y llegamos al puente de Xallitic, para desafiar las leyes de la gravedad.

Ya les conté que yo no me atreví y que dejé que ella, el amor de mi vida, mi Dios y mi todo, volara sola, cayera los 15 metros de ese precipicio mortal, acabando su vida en un santiamén.

Yo corrí lo más fuerte que pude ese día. Aún sigo corriendo. Al otro día busqué en los periódicos las noticias y las fotografías. Huí de la ciudad porque la familia me acusó de la tragedia. No tuve cara para presentarme en ningún lado. Me escondí y me sigo escondiendo, pero aún, en noches de pesadilla sigo viendo su mirada inquisitiva clavada en mi rostro. ¿Por qué, por qué, por qué fui tan cobarde?

IV

En una noche de octubre, abrazado por la luminosidad de la luna llena, recostado en una banca del puente Xallitic, una mujer se me acercó y sin darme tiempo a pensar me dijo: tú eres Rodrigo. –Sí, le contesté, sorprendido. –Yo soy Alma. He venido muchas noches a buscarte, pero no había tenido suerte de encontrarte.

Pensé que era una broma de mal gusto o que se trataría de una persona que sabía de mi triste historia, pero los detalles que me contó de nuestro último encuentro en la Posada del Virrey me dejaron sin habla.

Quise salir corriendo al pensar que mi imaginación me estaba jugando una mala pasada. –De verdad, soy yo. Nunca entendí el por qué me dejaste ir sola si habíamos hecho un pacto. Me dolió mucho tu decisión y aquí he andado sola, vagando en Xallitic y en rincones del inframundo, porque me dejaste sola.

-No te creo, contesté. ¿Quién te contó esta historia? ¿Por qué quieres manipularme ahora? ¿Qué pretendes, qué quieres lograr? ¿Te mandó alguien de su familia? Nadie sabía del pacto entre Alma y yo. Eso fue algo que acordamos en la habitación de un hotel mientras nos amábamos. –¿Y entonces cómo lo sé yo? Yo soy Alma, Rodrigo y vine a decirte que nunca he dejado de amarte, pero hicimos un pacto y tenemos que cumplirlo.

Rodrigo salió corriendo como la primera vez. Subió las escalinatas hacia Lucio, corrió hacia Altamirano, se detuvo a descansar en el parque Morelos y se perdió entre la oscuridad de Juárez. Nadie volvió a saber nada de él. Ese día, en la víspera de Todos santos y Día de muertos, se perdió en la oscuridad de una noche xalapeña.

No sé que me pasó. En el filo del precipicio la solté.

Estábamos atados por la carne y la sangre, por los hilos invisibles del amor, por las ansias de nuestros cuerpos, por nuestros deseos. Teníamos la seguridad absoluta de que nada nos podría desatar y así desafiamos a la muerte.

Pero en el umbral, en el filito del puente de Xallitic tuve miedo y abrí mi mano. Y ahí, en ese reflejo de falanges la dejé caer sola. Aún puedo ver su mirada, sus ojos brillantes sorprendidos, un “por qué” que me persigue despierto o dormido, en cada sístole y diástole de mi existencia.

Como un cobarde, cerré los ojos, pero aún taladran mis oídos el golpe seco de su cuerpo, que se estampó contra esas baldosas viejas en donde tantos hombres y mujeres han dado fin a la angustia de sus vidas. ¿Qué me pasó? ¿Por qué no tuve el valor que ella tuvo? ¿Por qué me detuve, si le había jurado que lo haríamos juntos?

II

Sabíamos que nuestro amor era imposible y que no teníamos otra salida. Nos encontramos muy temprano bajo la sombra del árbol del bosque de Sherwood en la calle Revolución, un fresno que fue traído a Xalapa hace 140 años. Desayunamos en el mercado Jáuregui y a media mañana nos encerramos en el Hotel Posada del Virrey, en el número 142 de la calle de Lucio, en donde no pudimos evitar la mirada pícara de una recepcionista chichona que nos lanzó miradas perspicaces.

Hicimos el amor como si fuera la última vez de nuestras vidas. Mientras le besaba su cuerpo con gran ímpetu, recordé La guerra no tiene rostro de mujer con las crudas historias que mujeres rusas le contaron a Svetlana Aleksiévich. Particularmente vino a mi mente una en donde unas chicas hicieron el amor con todo el pelotón, porque sabían que al otro día se enfrentarían con los alemanes y quizá no quedaría uno con vida. Así fue.

¿Qué es el amor?, pensé. Es un homenaje a la vida, es un grito desesperado de existencia, de estar fuera, disfrutando la fiesta de la vida. Mientras hundía mi carne en la suya, una y otra vez, pensando en el último minuto de nuestras vidas, pensaba en ese regalo divino, una muestra de la inmortalidad, de la felicidad sin día ni noche.

III

Ahí, sin la penca de un maguey, sin mezcal, sin música de José Alfredo Jiménez o de Chavela Vargas, nos juramos amor eterno, sí, así, para siempre, para eternizar ese placer que destilábamos de la unión de nuestros cuerpos y que no queríamos que se acabara nunca.

Después de firmar nuestro pacto eterno, con la muerte, caminamos los 220 metros del Hotel Posada del Virrey, ante la mirada cargada de envidia de la recepcionista chichona y llegamos al puente de Xallitic, para desafiar las leyes de la gravedad.

Ya les conté que yo no me atreví y que dejé que ella, el amor de mi vida, mi Dios y mi todo, volara sola, cayera los 15 metros de ese precipicio mortal, acabando su vida en un santiamén.

Yo corrí lo más fuerte que pude ese día. Aún sigo corriendo. Al otro día busqué en los periódicos las noticias y las fotografías. Huí de la ciudad porque la familia me acusó de la tragedia. No tuve cara para presentarme en ningún lado. Me escondí y me sigo escondiendo, pero aún, en noches de pesadilla sigo viendo su mirada inquisitiva clavada en mi rostro. ¿Por qué, por qué, por qué fui tan cobarde?

IV

En una noche de octubre, abrazado por la luminosidad de la luna llena, recostado en una banca del puente Xallitic, una mujer se me acercó y sin darme tiempo a pensar me dijo: tú eres Rodrigo. –Sí, le contesté, sorprendido. –Yo soy Alma. He venido muchas noches a buscarte, pero no había tenido suerte de encontrarte.

Pensé que era una broma de mal gusto o que se trataría de una persona que sabía de mi triste historia, pero los detalles que me contó de nuestro último encuentro en la Posada del Virrey me dejaron sin habla.

Quise salir corriendo al pensar que mi imaginación me estaba jugando una mala pasada. –De verdad, soy yo. Nunca entendí el por qué me dejaste ir sola si habíamos hecho un pacto. Me dolió mucho tu decisión y aquí he andado sola, vagando en Xallitic y en rincones del inframundo, porque me dejaste sola.

-No te creo, contesté. ¿Quién te contó esta historia? ¿Por qué quieres manipularme ahora? ¿Qué pretendes, qué quieres lograr? ¿Te mandó alguien de su familia? Nadie sabía del pacto entre Alma y yo. Eso fue algo que acordamos en la habitación de un hotel mientras nos amábamos. –¿Y entonces cómo lo sé yo? Yo soy Alma, Rodrigo y vine a decirte que nunca he dejado de amarte, pero hicimos un pacto y tenemos que cumplirlo.

Rodrigo salió corriendo como la primera vez. Subió las escalinatas hacia Lucio, corrió hacia Altamirano, se detuvo a descansar en el parque Morelos y se perdió entre la oscuridad de Juárez. Nadie volvió a saber nada de él. Ese día, en la víspera de Todos santos y Día de muertos, se perdió en la oscuridad de una noche xalapeña.

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