Relatos dominicales: No ayudamos y aun me remuerde la conciencia

En esta entrega Miguel Valera nos comenta lo que significa para él ver la lluvia y la impotencia de no poder ayudar a los sectores vulnerables

Miguel Valera | Diario de Xalapa

  · domingo 18 de julio de 2021

Foto: René Corrales | Diario de Xalapa

Xalapa, Ver.-En la esquina de Betancourt y Altamirano, casi en el corazón de Xalapa, la capital de Veracruz, un estruendo abre las compuertas del cielo. El diluvio detiene el tráfico y las esperanzas de un día sin humedad. La gente corre, busca cobijo, los agentes de tránsito salen huyendo, los burócratas se esconden en sus oficinas.

Ayer, en la misa de seis, el párroco nos habló del fin del mundo, de estruendos como el que escuché en la esquina de esta estridentópolis, mientras manejaba a vuelta de rueda. El predicador nos dijo que Dios regresaría con poder absoluto, montado sobre una nube, lanzando rayos a diestra y siniestra. Pero ¿cómo?, pensé. No este Dios, nuestro Dios, nació en un pesebre, ¿rodeado de borricos y cabras? Asenté que el padre le estaba poniendo bastante crema a sus tacos.

Una chica, muy guapa, que siempre suelo ver de reojo, porque camina con discreción en el templo, volteó a ver mi rostro de incredulidad. No sé quién sea, es hermosa, tiene unos ojos negros grandes, luminosos, como dos lunas. Me han dicho que es una psicóloga. He intentado preguntar por su consultorio, pero nadie me ha podido dar razón.

Al terminar su incendiario y apocalíptico discurso, el padre salió a despedir a sus feligreses. Me sorprendió su naturalidad, las caricias que prodigaba a niñas y niños, su luminosa sonrisa. Me quedé observando largo rato y cuando ya toda la gente se había ido, esperé al ver cómo sacaba una regadera de mano de la sacristía y se ponía a regar las plantas del jardín parroquial. Si de verdad creyera en eso del fin del mundo, pensé, no haría todo esto que está haciendo.

II

Me escondí en mi auto mientras amainaba la lluvia. Los chorros de agua me rodeaban, sentí lo que Moisés cuando tomó con fuerza el cayado en su mano derecha y abrió en dos el Mar Rojo. Seguramente el legendario personaje que fue “salvado por las aguas”, tal cual significa su nombre, se le hizo chinita la piel ante tal demostración de poder. Por su sangre, esa tarde bíblica del éxodo judío, pasó la corriente de la fuerza de Dios, al dominar los elementos.

Y ahí estaba yo, simple mortal, empoderado sobre un auto con aire acondicionado que me permitía disipar el vaho que empañaba los cristales y ver con mayor claridad el obsceno goteo que formaba ríos debajo de mí.

En la radio, por el 97.7, el hermano Sebastián alentó falsas esperanzas a mis pensamientos: “aquí está su hermano que lo cura de todo, que lo protege, que lo sana, búsquenos, estamos aquí en Azueta y bla, bla, bla…”. Su larga predicación se perdió entre el ruido de los latigazos que el cielo plúmbeo dejaba sentir sobre mi auto, sobre las tejas de las casas y sobre Xalapa y sus habitantes. Fue media hora, pero media hora intensa, sabrosa, constante y sonante, como diría un conductor de noticias nocturnas.

Tuve tiempo para cerrar la lectura de Oscura monótona sangre, de Sergio Olguín, un escritor argentino que cuenta la historia de un hombre ejemplar dispuesto a traspasar todos los límites por una relación inconfesable. Julio Andrade es un empresario y hombre modelo que gusta de recordar su origen trasladándose a su empresa en las afueras de Buenos Aires, por barrios populares.

Guiado por una pulsión desconocida, Andrade se sorprenderá acudiendo al atardecer en coche y contrata los servicios de Daiana, una adolescente que le provocará un borbotón incontenible de deseo. Y quien ha sido un vecino y empresario modelo, preocupado por la buena imagen de su familia y atento a la comunidad, organiza con aplomo y fría inteligencia su doble vida.

III

Le pongo fecha en la última hoja y lo cierro. Quizá en unos meses o años lo vuelva a tomar para referenciar una nueva lectura. La lluvia sigue, me abraza, me inquieta, me recuerda mis días en casa de palma y piso de tierra, mirando los chorros cruzando cocina, comedor y recámara. No era una tragedia, era felicidad, porque al lado de mis hermanos podíamos lanzar barcos de papel de hojas de rayas y cuadros, de libretas escolares.

Sonrío por los recuerdos, pero no dejo de ver el azote de la naturaleza. La bugambilia de un estacionamiento cercano parece sucumbir a la tormenta. En 30 minutos, la mano poderosa de San Pedro cierra la compuerta. Ya no hay truenos ni rayos, sólo un viento ligero hace caer las últimas gotas. El diluvio concluye y me imagino a Noé, el de la barca, con el rostro luminoso, mirando la paloma que le muestra una rama de olivo y el arcoíris, señal de la alianza.

Protegido en mi auto pienso que no todo es miel sobre hojuelas, recuerdos y días felices. En algunas colonias de la capital la gente lanza gritos de auxilio. Leo en Twitter el mensaje de una señora que dice: “Estamos hasta el cuello. Necesitamos ayuda”. Su voz, su grito, su queja, me cimbra la conciencia y es más fuerte que el estruendo que escuché en la esquina de Betancourt y Altamirano.

Su voz también me recuerda a Schopenhauer o a Albert Camus, quien se reía del primero porque solía defender el suicidio desde una mesa bien provista. Y ahí estoy, agitado bajo la lluvia, pero incapaz de mojarme para sumarme a las brigadas de auxilio.